La vid, originaria del Cáucaso,
encuentra en el Mediterráneo su razón de ser. Clásicos,
judíos y cristianos atribuyen al vino un origen divino,
convirtiéndolo en un símbolo común
Sangre mediterránea
Por A. Gil
LA dieta mediterránea presume del vino como
uno de sus ejes fundamentales. Hoy en día, se ha convertido
en un argumento de marketing para las viticulturas fuertemente
arraigadas en los pueblos del sur de Europa, pero, más
allá del 'oportunismo comercial', el vino cuenta con antecedentes
milenarios que lo sitúan como símbolo común
de algunas de las civilizaciones más importantes de la
antigüedad.
El vino ha sido siempre una bebida de calidad valiosa y, por
consiguiente, adecuada para las libaciones a los dioses, y así
lo atestiguan las referencias arqueológicas de Egipto
y Mesopotamia. Las culturas que impusieron sus civilizaciones
en la antigüedad beben del Mediterráneo y, en todas
ellas, el vino ocupa un lugar destacado. El origen de la vitis
vinífera (viña, madre del vino) se sitúa
en Asia o el sureste de Europa, en la región del Cáucaso
situada entre el mar Caspio y el Monte Tauro. La viticultura
se halla atestiguada en Mesopotamia desde el período prehistórico
y en Egipto, antes del 3000 a.C. Según parece, los fenicios
la difundieron por todas las orillas del Mediterráneo
y se encuentra también en Italia desde la fundación
de Roma.
La primera referencia bíblica al vino y la viticultura
se encuentra en la historia de Noé. Se presenta a Noé
como el inventor de la vitivinicultura, que otros pueblos atribuyen
a los dioses. La figura de Noé corresponde a la del personaje
que tiene en las tradiciones mesopotámicas los nombres
de Xisutrhos, Atrahasis y Utanapistim, a quien los dioses, después
del diluvio, trasladaron a las montañas divinas del extremo
noroeste para concederle el don de la inmortalidad.
En el caso de la religión Bíblica, el vino es un
don de Dios y su abundancia es señal de bendición.
La bendición de Jacob anuncia que la vid será tan
común en la tierra de Judá que "a ella se
atará el borriquillo y el vino podrá ser utilizado
como agua de colada". No sólo cultivó Israel
la vid a gran escala y vivió en tierra de viñedos.
Para los escritores sagrados, el pueblo mismo es la viña
de Dios, imagen que se prolonga hasta el Nuevo Testamento. El
vino, como símbolo de la inmortalidad, como fruto del
"árbol de la vida" es uno de los que más
se repite en las culturas mediterráneas. De la misma forma,
el vino asociado a la sangre es un símbolo compartido.
Así, en la Grecia antigua el vino era sustituto de la
sangre de Dionisos (Baco). A sus iniciados se les prometía
una vida de ultratumba de fiestas y consumo de alcohol ininterrumpido,
y es que Dionisos era distinto a los dioses olímpicos;
a él llegan sus adoradores a través de la embriaguez
y del éxtasis.
En el Antiguo Testamento, el vino aparece como sangre de uvas,
ligado a los elementos sacrificiales propios de la antigüedad.
Así que el precepto semítico de no consumir sangre
encuentra su epílogo en la prohibición islámica
de beber vino o cualquier bebida alcohólica. Esta cercanía
mística dirige al vino como símbolo del conocimiento,
ya que la embriaguez que provoca se presta a ello. Su éxtasis
representa ante todo la superación de la condición
humana, la obtención de una libertad y espontaneidad inaccesibles
a los sobrios.
El símbolo, como sangre de uvas, evoluciona con el Nuevo
Testamento hacia el vino como sangre de alianza: "Esta es
mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos".
El vino aparece también como alianza en las Bodas de Caná,
donde Jesucristo se mostró como Mesías y escogió
el vino como símbolo de la nueva era, de la Nueva Alianza.
Así, en la época del Nuevo Testamento el vino se
convierte, incluso dentro del judaísmo, en un símbolo
de la inmortalidad, de la vida futura y de reino mesiánico.
Sigue--->
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