Las bodegas más antiguas esconden
en sus calados un mundo de laberintos, silencio y equilibrio
El vino bajo
tierra
Por Pío García
EN Fuenmayor, las bodegas se encaraman a un montículo;
desde tan leve atalaya dominan la perspectiva de un pueblo tendido
sobre el valle. Por fuera, los edificios no merecen mucho comentario:
paredes adustas, levantadas sin floritura ni adorno. Algunos
vinateros, seducidos por el embrujo de la modernidad, han preferido
sustituir las viejas fachadas por pabellones adocenados e insípidos.
Pero los tesoros, como es natural, se esconden en el interior:
casi todas las bodegas hunden sus raíces en el subsuelo
y horadan la tierra con afanes de topo. Si pudiéramos
obtener una radiografía del monte, todo él aparecería
hueco, cruzado por infinitas galerías más o menos
angostas. En ellas, a despecho de cambios climáticos,
reposan los vinos: las barricas se alinean con precisión
marcial, y un aire de ultratumba, de sosiego absoluto, invade
los túneles.
El caminante desciende a estas catacumbas por una escalera ferozmente
empinada; la luz natural se difumina con rapidez y sólo
algunas bombillas (débiles como luciérnagas) rasgan
las tinieblas. Con un ligero ejercicio de imaginación,
se puede adivinar el esfuerzo de los cosecheros antiguos: "Por
aquí subían cargados con los pellejos; hazte cuenta,
eran más de 50 kilos sobre las espaldas", recuerda
Domingo.
Las bodegas de Domingo Hornos y de Severino Pérez están
vecinas. Y ambas tienen un valor casi arqueológico: aquí
ya no se elabora vino, pero todavía guardan secretos casi
olvidados. Difícilmente encajadas como barquitos
metidos dentro de una botella reposan algunas cubas formidables.
Una de ellas fue construida para albergar 800 cántaras
de vino; esto es, unos 12.800 litros. Tan hiperbólicas
dimensiones exigían que los toneleros descendieran a los
calados y trabajasen allá mismo, fuera de su taller habitual.
Luego llegó
la modernidad y triunfó el acero inoxidable; las cubas
se vaciaron y los toneleros a la vieja usanza entraron en peligro
de extinción. Ahora, estos armatostes de madera ya
desvencijados yacen en algunas naves y asombran al visitante
como si fueran esqueletos de remotos dinosaurios.
Las bodegas menores mantienen una gran similitud arquitectónica:
la puerta de entrada franquea el acceso a una planta baja y chata;
un lugar muy a propósito para dejar los aperos o, incluso,
para colocar una mesita donde almorzar sin incomodidades. Muy
cerca, una escalera con vocación de navaja se clava en
los intestinos del monte. Y en el subsuelo, un solo calado vela
el sueño del vino. En ocasiones, la nave es tan estrecha
que apenas permite el paso de una persona.
Sigue--->
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