«Voy
a por Moiben»
Pío García /Logroño
«Voy a por Moiben», decía ufano
un tipo en camiseta. Le acababan de aclamar desde
el puentecillo de Duques de Nájera y el hombre,
contoneándose sobre el asfalto, respondía
con un gesto de autoridad: «Voy a por Moiben».
Pero no. Más bien sucedía al contrario:
era Moiben el que iba a por él. Minutos después
de que el corredor cruzase bajo el subterráneo,
un estruendo de sirenas, luces y motocicletas se advertía
en el horizonte. «Ahí vienen los negros»,
pontificaba un espectador. Y era verdad: ahí
venían.
Tienen las piernas como gacelas»,
apostillaba. Y también era verdad. Un africano
espigado y firme como un alambre bajaba por Duques
de Nájera. La gente lo miraba con admiración.
Y el contraste dolía: en las cunetas, asfixiados
por el calor y los kilómetros, los corredores
del común lo veían pasar como un suspiro.
Era Nyasango, un zimbabuo veloz. Y después
llegaban los demás. Algún español
filiforme, Ríos, y el más esperado:
James Moiben, con el uno a cuestas. «Mira, ése
es el primero que se ha inscrito», suponía
un niño. No: era el campeón. Que esta
vez lo tenía difícil. Nyasango corría
que se las pelaba.
Cuando la crema de la competición
desapareció, la carrera quedó como antes:
la gente, apoyada en el pretil del puente, se entretenía
descubriendo rostros conocidos entre los atletas.
La diversión estaba asegurada: cada cinco minutos,
más o menos, aparecía –con el
gesto ya demudado– alguien reconible. Si lo
era mucho, crecían los gritos de apoyo: «Hala,
Fulano, que eres el mejor». Y Fulano, aunque
sabía de sobra que no era el mejor, sonreía
y saludaba. Eso si Fulano tenía todavía
fuerzas, porque, si no, ahí no había
saludos ni sonrisas ni miradas ni la madre que las
parió. Los Fulanos desfallecidos bastante tenían
con seguir adelante como para entretenerse con saluditos
y otras pamemas. Porque a Nyasango y a los demás
les quedaba ya poco, pero a ellos... Joder, qué
grande es Logroño, pensarían.
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